Laura,
Estela, Gabriela, Carmen, Luisa… Eran algunos nombres por los que a veces la
llamaba su abuela. Algo común en personas de su edad, pensó ella. La verdad es
que Adela era la nieta que toda abuela querría tener, tan atenta, tan
simpática. Acompañaba a su abuela a misa, a pesar de no creer en ningún tipo de
religión, iba a visitarla muy a menudo, tenía charlas interminables con ella…
Incluso se mostraba siempre feliz en su presencia, ocultando su preocupación por
aquella palabra que no se atrevía a pronunciar. A pesar de tener tan solo 16
años, Adela era consciente de que aquel problema, tarde o temprano, iría a más.
Todo empezó por culpa de aquel dichoso paño de cocina. A nadie se le ocurriría
pensar que algo tan insignificante podría ser un determinante para detectar,
más bien intuir, un problema tan serio.
Aquella tarde Adela encontró en la
calle, cerca de la puerta, el paño de cocina. Extrañada lo recogió, pensando
que se le habría caído a su abuela sin darse cuenta. Esa tarde el cielo estaba
mustio, parecía que en cualquier momento comenzaría a llover, sin embargo, la
tormenta se desencadenó en aquella cocina.
—Abuela, se te debió caer esto en la calle
—le dijo Adela con tono tranquilo.
—Mentira, lo dejé en la cocina —respondió su
abuela bruscamente.
—No abuela, estaba en la calle —repitió Adela,
esta vez algo preocupada.
—¡He
dicho que estaba en la cocina, niña impertinente! —
El
silencio se hizo por toda la casa en un instante. En sus dieciséis años Adela
jamás había visto a su abuela enfadada. Tal fue su reacción, que tuvo que irse
corriendo al servicio para llorar a solas. No entendía qué estaba pasando,
quién era esa mujer que la había gritado en la cocina, pues se negaba a admitir
que era su propia abuela. Desgraciadamente, no tardó mucho en enterarse de lo
que se avecinaba. Al día del paño de cocina le sucedieron el día de las
pastillas en el suelo, el día de los grifos abiertos, y la gota que colmó el
vaso, el día que a su abuela se le olvidó apagar la cocina de gas. Suerte de la
Felisa, su abuela, que una vecina olió algo raro y fue corriendo por si había
pasado algo.
Pasaban
los días y Felisa no mejoraba, por lo que finalmente los padres de Adela
decidieron llevarla a una residencia especializada en casos similares, casos sobre
aquella palabra maldita, Alzheimer. La pobre adolescente a veces se echaba la
culpa de todo aquello, creía ser la responsable de que comenzase la pesadilla
de su abuela, si no hubiese dicho nada sobre aquel dichoso paño de cocina… Tardó
un tiempo en comprender que aquella enfermedad se habría apoderado de Felisa
igualmente, de un modo u otro.
Un
día su abuela enfermó. Ya hacía varias semanas que no podía andar, y a penas se
acordaba de comer, a pesar del empeño de las enfermeras que cuidaban de ella.
Aquel día Adela fue a visitar a su abuela, como solía hacer muchas tardes, a
pesar de que apenas era capaz de reconocerla. Cruzó las puertas de aquella
residencia con una sonrisa en la cara, sin saber que aquella sería su última
visita.
—Buenos días abuela —dijo Adela al entrar
en la habitación. No obtuvo respuesta, aunque tampoco la esperaba, pues la
mayor parte del tiempo Felisa no hablaba.
—Sé
que no te acuerdas, pero hoy es mi cumpleaños, cumplo diecisiete. Mamá y papá
querían llevarme a comer por ahí, pero les he dicho que mi regalo de cumpleaños
sería pasarlo contigo, espero que no te importe —le susurró al oído.
Adela pasó la tarde entera con su abuela, leyendo el que fuera el libro favorito de Felisa en su juventud, Fuenteovejuna. Pero al llegar el ocaso, una enfermera entró en la habitación, advirtiendo a la joven de que ya era hora de irse. Pero justo antes de levantarse notó que alguien agarraba su muñeca. Felisa hizo un gesto a su nieta, a fin de que se acercase a ella. Cuando el oído de Adela estaba lo suficientemente cerca de sus labios susurró "feliz cumpleaños", y con la tranquilidad con la que un pájaro se posa en una rama, cerró los ojos y no despertó.
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